Paseos
Playa de Merón en San Vicente de la Barquera. |
Sin darse cuenta anduvo durante tres Km hasta un lugar llamado Peña Negra. La marea comenzaba a subir y decidió regresar aligerando el paso. Había caminado bastante, su garganta se le secaba. Tenía la impresión de que los latidos de su corazón eran más fuertes y rápidos que de costumbre. Al llegar al paseo marítimo se sentó en un banco a descansar. Cerró los ojos y relajada, dejó que el sol le acariciara la cara. Abrió los ojos al oír las voces de unos muchachos que pasaban delante de ella bebiendo unas latas de Coca-cola. Sintió sed, fue a una cafetería a tomar un refresco. Después miró algunas tiendas y regresó a la casa.
Con el bello atardecer, el sol resplandecía desde el poniente y las sombras alargadas de los árboles dulcificaban el paisaje. Deslumbrada por el astro miró hacia la casa embellecida por la luz tamizada de las paredes. Hasta las piedras del muro cubiertas de musgo dorado por el sol y con la lluvia, el tiempo tenían un color especial. Junto al muro, las largas ramas de la higuera lanzando sus hojas recogían la sombra del ocaso del proyectándola al suelo.
Carmina aquella noche tenía el corazón oprimido y se sentía muy cansada y se fue a la cama temprano. A través de la abertura de la persiana se veía un trozo de firmamento, cuya sombría inmensidad brillaban febrilmente las estrellas de la noche de primeros de diciembre. Un profundo silencio envolvía al pueblo. Tan solo en la lejanía se oía el desvanecido ladrido de los perros y las olas del mar. Carmina pensó en su vida pasada como un sueño lejano. Recapituló paso a paso en su memoria el tiempo vivido con Joan, deteniéndose en cada día y meditando largamente.
Lanzó un fuerte suspiro, dio media vuelta sobre la cama y hundiendo su rostro en la almohada se quedó profundamente dormida.
Se levantó a media mañana. Cuando bajaba las escaleras notó un dulce aroma a café recién hecho que salía de la cocina, le recordó al olor del café que preparaba su madre. Saludó a la familia que la invitó a desayunar. Después salió de la casa con idea de emprender una ruta por los acantilados de la zona.
Dique de la Barra San Vicente. |
Bajó por un sendero a mano izquierda, según le habían indicado en la casa. Después de recorrer un camino angosto se acercó a la costa. Atravesó un área de pequeñas rocas. Se asomó desde el borde de un acantilado y escuchó el tronante y majestuoso oleaje. Subió a una roca y contempló las olas golpeándose contra las rocas, en las que la erosión había propiciado una especie de cueva. Sacó unas fotografías. En el horizonte se veía un barco en dirección a San Vicente. A medida que se acercaba se divisaban a los pescadores realizando las tareas de plegar las redes. Rodeaban al barco desesperadas gaviotas graznando en círculos. Señalaban que el barco venía cargado de pescado. Carmina desde la roca los saludaba con gestos.
Acantilados acuarela de Mª Carmen Píriz. |
Después siguió la ruta bordeando los acantilados. El camino se desvió de la costa y se acercó a una cueva que vivía un híbrido de dragón y serpiente según la mitología Cántabra. Siguió el sendero y volvió otra vez a divisar otros acantilados desde los que cruzó una pradería donde la belleza del contraste del campo y el mar le extasiaba. Miró a lo lejos y se divisó una playa de arena blanquísima. Siguió la ruta y volvió por otro camino más alejado de la costa pero sin perder de vista el horizonte.
Por la tarde fue a visitar Prellezo, otro pueblo cercano a San Vicente, donde Carmina con su familia habían pasado varios años de playa en ese hermoso lugar. Dejó el coche en un aparcamiento y bajó por un camino estrecho que conduce hasta la playa. No bajó hasta ella. Buscó un lugar en donde poder ponerse a pintar y sacó unas fotografías.
Se quedó recostada en una hermosa pradera sobre la hierba, disfrutaba del paisaje con colores de otoño y los contrastes del mar. La paz que sentía al oír piar los pájaros al atardecer. Se le quedaron grabados para siempre como un murmullo gregoriano. La naturaleza la dejó aletargada, por el bienestar.
Cerró los ojos y se imaginó allí sentada con Salvador, los dos juntos. Lo echaba de menos aunque intentaba no pensar en él. Recreaba mentalmente la historia que estaba viviendo. Pensó en qué sería de ella con Salvador y le aterraba imaginárselo. Sintió unas sensaciones extrañas que nunca ha sabido explicar. Ignoraba la verdad de lo que le pasaba a Salvador y no había vuelto a pensar en ello, hasta que abrió la fuente de los recuerdos. Estuvo allí tumbada durante largo rato hasta quedarse fría. Ya hacía tiempo que el sol se había escondido y el firmamento empezaba a cubrirse de nubes. Del mar soplaba una fresca brisa del norte.
Se va a pintar
Pintado al óleo al natural por Mª Carmen Píriz. |
Desde lo alto de Boria en Santillán. |
Camino de la Ruta del Cares. |
La niebla comenzó a desaparecer dejando paso a los claros donde la luz otoñal se llenaba de una luz amarillenta que les permitía observar el paisaje de las montañas que estaban ya nevadas. Carmina comentó al grupo que cuando estuvieron allí en verano los picos que estaban hoy cubiertos de nieve, tenían los colores plateados de las sombras y dorados del reflejo del sol. Después de desayunar siguieron el curso del Cares, río arriba En las laderas del río se notaba ya que el otoño dejaba paso al invierno. De los castaños caían los frutos maduros al suelo. Los árboles que rodeaban el cauce desprendían un aroma que Carmina respiraba con agitación mientras paseaba por debajo de sus frondosos ramajes.
Caída de agua en la ruta del Cares. |
Al cruzar el río por un viejo puente de hierro, Carmina se detuvo. Miró al sol y después descansó su mirada en la superficie del río. El agua formaba una balsa, era tan cristalina que la corriente en aquel punto del río le permitía ver en el fondo la arena y los guijarros entre las grandes piedras lisas. Tan sólo en el espejo que el agua formaba en un movimiento tan repetitivo en círculos saltó con fuerza un salmón.
Qué distinto era el recuerdo de niña, cuando atravesaba el puente de hierro por encima de la vía del tren y ella le gustaba refugiarse bajo un árbol que tenía su tronco hueco. En el hueco guardaba una caja con gusanos de seda. Y cada día llevaba unas hojas de morera para alimentarlos.
Un sendero sinuoso y estrecho entre viejos árboles de ramajes salvajes con rocas cubiertas de musgo conducía hacia la montaña. En un punto donde era preciso pasar con cierta precaución por lo estrecho de lugar, una cascada cristalina caía monótonamente desde un acantilado rocoso. Arriba, en la loma de la montaña se partía en dos, y la muralla corría abrupta hacia el valle. En la punta de una roca se erguía un árbol que al borde mismo del precipicio parecía que se iba a caer.
Cuando alcanzaron Cain el valle, el camino era más llano y cubierto de polvo blanco, que rodeado por una alambrada, separaba una campa donde cabalgaban unos caballos. Los crines de los hermosos animales; caballos pardos, salvajes de color castaño, brillaban como la seda a la luz del sol otoñal. Unos corrían a galope sin hacer ruido sobre la blanda pradera y otros cabizbajos con sus cuellos bellamente arqueados comían la hierba verdeante. Al pasar del camino angosto a la llanura del descampado, la vista paseaba tranquila en las rocas violáceas en contraste con las ocres.
Grandes rocas en el camino del Cares. |
Desde el sendero, que cada vez era más ancho, comenzó a asomar a sus lados árboles que rodeaban unas cabañas que se separaban unas de otras formando un grupo. Se acercó Carmina a una de ella para sacar una fotografía. El olor a heno cortado que salía por una ventana flotaba en el aire, la regocijaba haciéndola olvidar por un momento el sabor a salitre que le hacía volver a los recuerdos de Salvador.
Carmina no dejaba en todo momento de sacar fotos al paisaje que reclamaban los pinceles de la pintora, con su salvaje belleza natural. Se dejaba empapar por la luz que la verde pradera emanaba en contraste con la negra selva de pinos que quedaban iluminados por los dorados rayos del sol y el resplandor de la nieve de las montañas.
El aire frío de la montaña azotaba aquella pradera. El aire de las lejanas cimas nevadas invitaba a refugiarse. Ya en la primera hora de la tarde los estómagos vacíos les indicaban que tenían que parar para el refrigerio y la pitanza. Se refugiaron detrás de unas rocas al amparo del aire y descansaron dando cuenta de los bocadillos.
Después de descansar un rato volvieron el camino de retorno, bajaron a la orilla del río era menos sinuoso y era más espectacular todavía.
Al entrar en el patio de la casa Carmina se detuvo bajo la higuera. El patio estaba ya sumido en la oscuridad. En la cocina situada en la planta baja de la casa resplandecía la luz fluorescente de la lámpara. Miró desde el muro y se adivinó la marea alta a través de las luces del puente que se reflejaban en el agua.
Al entrar en casa se quitó las botas y subió las escaleras con ellas en la mano, las colocó en la repisa de la ventana. Tomó una ducha. Una nueva sensación se apoderó de ella de un modo claro. En todo el día había logrado no acordarse de Salvador. Se metió en la cama y se le ocurrió la idea de que poco a poco podría alejarse de Salvador y olvidarlo. Trató de dormir pero ese pensamiento le seguía llenando de inquietud.
No lograría disminuir el cariño que le tenía, si no se alejaba de él. Salvador se alejará de ella, a causa del trabajo se tendría que ir a vivir a Donosti y la distancia logrará lo que el corazón no puede. Esta intuición femenina no le resultaría fácil, como quería convencerse a sí misma, sino que era a modo de reflejo que ocurría silenciosamente bajo su mente.
Continuará...
derechos registrados
No hay comentarios:
Publicar un comentario