domingo, 14 de febrero de 2021

Entre amor y la risa.


Son un matrimonio de costumbres, intentan no caer en la  monotonía. Cada día el marido echa mano del humor para hacerla reír.  A ella lo que no le gusta, es estar en una rutina diaria. 

Pero llegó la pandemia, lo cambió todo. Cuando no están confinados, lo recomendable es salir de paseo al aire libre por lugares poco concurridos. Ellos salen por la mañana a caminar durante una hora para estirar las piernas, antes de comer.  A veces van a dar la vuelta alrededor del pueblo, otros días pasean por el bidegorri  que sale aledaño a la carretera y al río hacia el límite del pueblo colindante. Hoy salió el sol después de unos días lluviosos y hacia una temperatura agradable. Mientras caminaban Martín le pregunta a Paula: 

  — ¿Estudias o trabajas?

  — ¡Vaya hombre, qué pregunta!

 — Es que no hablas nada y de algo tenemos que hablar, ¿no te parece?

  — ¡Anda, anda! disfruta del paseo. Y mira el rio como nadan los patos.

 — Sabes que me gusta decirte algo, por cierto... ¡Hoy estás muy guapa!

  — ¡Bah, ya estás otra vez con lo mismo! ¡Qué  zalamero estás!

Cada día Martín no deja de decirle palabras bonitas, lo guapa está y que está muy enamorado de ella. Durante el camino se cruzaron con tres chicas conocidas.

—¡Adiós! Les saludan, Martín les hace un saludo con la mano como si fuera de la realeza. Y se queda con la mano en alto y dice:

  — Hay que saludar así ahora. ¿No?

 Y las chicas le imitan y se van riendo. Paula le  comenta:

 — ¡Como eres, tienes para todas!

 — ¡Como tú no dices nada! Ja, ja, ja, se ríe.

 

Un poco más adelante, se cruzaron con una pareja, Martín, comentó:

— Te acuerdas de esos.  Él iba a mi clase; está gordo y calvo; era de la Jet-set; vestía con buenas marcas y ahora ¡quien la ha visto y quién le ve!

— Bueno... ¿a ti hay que verte eh?, tienes más pelo pero a también se te cae, los dejas en la almohada.  Le dice Paula. Y se ríe.

La caminata de ida y vuelta son unos seis kms, escasos, en una hora aproximadamente llegan a casa.

Entraron en el portal y en el ascensor Paula se sujetaba la entrepierna. Abrió la puerta de la casa y fue directamente al baño.

— Tendrán que poner WC públicos en este camino.

— Pero si siempre que entras en el ascensor te pasa lo mismo. Ya es un clásico tu forma de llegar a casa.

 

 Llegó la hora del almuerzo y mientras comían, Martín mientras mastica, canturrea, y ella le protesta:

 — ¡Deja de cantar! es molesto aunque a ti no te parezca. Vaya una manía que tienes...

 — ¡Pues habla algo!  ¿No te das cuenta que estamos en silencio?

— Bueno, es que comiendo no se habla, ni se canturrea.

— ¿Cómo te pones? ¡Chica! Hoy todo te molesta.

 

Por la tarde Paula fue a la estética a hacerse una limpieza de cutis. Su marido la esperó a la salida. Cuando la vio le dijo: 

 — ¡Vaya! ¡Qué guapa te ha dejado! se fijó bien pero... solo te ha quitado quince días.

  — ¿Y, qué esperabas, que  me convirtieran en una pipiola? ¡Vaya, vaya!

 — Cuando fui a la ciudad, ¿te acuerdas...?  Cuando me invitó una amiga de internet a una reunión de estética, me hicieron un tratamiento que solo me quitaron unas horas. Eso sí, pero las risas que pasamos, se rieron de mí y conmigo  toda la tarde. 

Para evitar que la vida diaria se convirtiera en monotonía Martín mantenía conversaciones irónicas y la mujer ya estaba acostumbrada. Él le sacaba cada día una sonrisa.

Cuando se acostaban no lo hacían juntos, a veces se iba ella antes y otras él. Pero anoche fueron juntos. Se acurrucaron en forma de cucharita y él le acariciaba, ella se quedaba quietecita como una gatita. De las caricias pasaron a los besos y de los besos a lo otro...

 Martín le tocó su punto débil y ella reaccionó. 

 — ¿Te gusta eh?

 Ella le besa y le toca su cosita.

 — ¡Claro! todavía tengo vida.

 — Pero... ¿no decías que estaba muerto?

 — ¡No, qué va! estaba de parranda.  Se rieron un buen rato. Y se quedaron dormidos. 

Pero Paula cuando se levantó por la mañana, posó con el pie izquierdo, estaba enfadada, ya que recordó que era el día de los enamorados. Su marido se levantó como de costumbre temprano para ir a hacer deporte y a ella no le llamó. Siempre  lo hacía y le daba un beso antes de irse. Cuando volvió Paula tenía la cara larga y le dijo:

— Martín hoy te has ido sin decirme nada, y ni te acordaste de que hoy es nuestro día. 

— ¿Qué día es pues? 

— Un día especial, que siempre lo celebramos, como estas de despistado que ni te has acordado esta mañana. Es el día de San Valentín, día de los enamorados. El aniversario de cuando nos hicimos novios.  Como se nota que ya no estás enamorado.  Solo estamos adaptados.

— ¡Oh, cariño! ¿Cómo me ha podido olvidar? menos mal que es temprano y se puede remediar.

Y le dio un achuchón y un beso. Ella  se quedó tranquila,  

Él se marchó a hacer recados, volvió con un gran regalo en una caja. 

— Este es mi regalo de San Valentín, espero que te haga mucha compañía.

Paula abrió la caja y un hermoso perrito le miró con unos ojos amorosos.

 

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miércoles, 10 de febrero de 2021

Al cobijo de la encina



Con el paso del tiempo, llegaron eras de sequías que duraron años seguidos. Los campesinos se arruinaron en el campo. Al no poder recolectar cosechas y no ganar lo suficiente para el sustento de sus casas, las tierras fueron abandonadas. Los hombres emigraron a otros lugares de Europa a buscar trabajo para poder mantener a sus familias.

Una tarde de setiembre en la que la temperatura era soportable fuimos hacia la carretera que conduce a un lugar de fábula. Nos desviamos por un camino de tierra, buscando un cortijo cuando, a lo lejos, divisamos un castillo. Hacía tiempo que me habían contado un cuento y quizá éste fuera el lugar. Al acercarnos, vimos una puerta con una verja roñosa y destartalada. Parecía un recinto deshabitado. Nos asomamos a su interior y en el patio del cortijo, vimos varios perros poco cuidados, unos patos, gallinas y unos pavos que picoteaban en el suelo. El lugar estaba muy sucio. Sentimos pena por esos animales solitarios y encerrados. 



De repente, uno de los perros se dirigió a nosotros:

    —Abrirnos la puerta que no estamos conformes con estar aquí encerrados— Se quejó de su miserable existencia. 

Nos contó el animal que su vida ya no era la soñada, que en tiempos de sus abuelos, los animales de allí tuvieron mejor vida. En el castillo vivía mucha gente, amos y criados, tenían mucha alegría y opulencia en este lugar.

Pero llegaron otros tiempos y el lugar quedó abandonado Después de la muerte de sus dueños, los herederos dejaron de vivir en el campo y las tierras fueron descuidadas. Incluso los que vivían en el castillo dejaron de interesarse por el campo.


   —¿Y ahora quién se hace cargo de esto?— pregunté.

—Viene un hombre cada tarde a traernos comida y agua. Pero no salimos de este patio y estamos aquí siempre aburridos. 



  —Ya ni nos crían para ser vendidos en Navidad— dijo el pavo.


Una de las gallinas que estaba en un rincón leyendo “Revolución en la granja” de George Orwell comentó: 

—Vamos a hacer lo que hicieron en esta granja, una revolución y si metemos ruido, nos van a escuchar.



Los patitos picoteaban sin parar y al escuchar a la gallina, asistieron con su cabeza y dieron saltos de alegría gritando, cua... cua... cuaaaaa.  

Entonces les dije —Es muy buena idea, nosotros vamos a ayudaros a salir de aquí. Cuando venga ese hombre le conminaremos a que os deje salir y vosotros aprovechad la ocasión para escapar.

Al poco, llegó el hombre y le preguntamos:

  —¿Es usted quien les da de comer a estos animales? 


—¡Sí! ¡Pero esto es un desastre! Nadie, ni los dueños, vienen a dar de comer a estos pobres animales. Si no fuese por mí, hace ya tiempo, hubiesen desaparecido. La vida en el campo ya no es lo que era. Los nuevos dueños de este lugar viven en Madrid. Arrendaron las tierras a varios campesinos. El trabajo se hace con máquinas y ya no se utilizan animales. Antes aquí se vivía del campo y con el trabajo que éste producía muchas familias lograban el sustento. Los dueños del castillo tenían muchas criadas y se hacían muchas fiestas. Había mucha vida, muchos animales: caballos, burros, cabras, ovejas, toros, vacas, gatos... y de todos se sacaban beneficios. Hoy solo quedan estos perros, estos dos pavos, estos patos y unas pocas gallinas que están aquí solitarios y tristes.

    —¡Qué pena! que se haya ido la gente del lugar. 

 —Mi abuelo Kea me contó que en otros tiempos eran muy felices. Todos los animales estaban muy alegres— rememoró uno de los perros —Salían del castillo a pasear todas las tardes con una niña que iba a por agua, montada en una burra y todos los animales iban tras ella cantando.
  

  —¡Pero hombre! estos animales quieren vivir en libertad y ellos no desean vivir aquí, siempre encerrados— le espeté —Con que podría abrirles la puerta para que salgan a pasear campo a través de vez en cuando. 

  —Pero ellos están acostumbrados a vivir así y vuelven por las noches a la casa ¡Son cómodos! Mientras les traiga su bebida y comida… 
   —se lamentó el hombre.

  —Ya pero ellos preferirían otro modo de existencia, más dinámico pues no hacen sino quejarse de aburrimiento— intenté disuadirle...

  —¡Bah, que se vayan! De ese modo, no me veré obligado a venir a echarles de comer. Entonces veremos cómo se las arreglan.

Los animalitos salieron y se fueron todos juntos hasta el borde de un riachuelo donde, había una encina muy grande. Debajo se refugiaron y pasaron la noche. De día, correteaban por el campo y cuando tenían calor buscaban la sombra de la encina. 


  —¡Vamos chicos a ver quién corre más! Vamos al río a bañarnos y, a lo mejor, hasta pescamos algún cangrejo— dijo el perro.

   Cuando al mediodía apretó el calor, juntos volvieron a la vieja encina. Ya no estaban solos, una piara de cerdos ibéricos comían bellotas plácidamente. El mayor de los gorrinos les dijo:
     —La encina es muy grande y cabemos todos, pero tengo que poner varias normas.

 —¿Qué normas?—Preguntó el perro con curiosidad.

 —Tenéis que respetar el espacio y la hora del descanso.  Y no hacer ruido...

Y cuentan las crónicas que, de esta manera, vivieron muy contentos y felices. En libertad. Ah, y, como en todos los cuentos, comieron perdices.

 


Moraleja: “El que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”

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