Conocí a mi marido en una comunidad hippy, practicante de la técnica Darshan que, en el hinduismo, debe significar la contemplación de una deidad. Los ejercitantes se caracterizan por su mirada elevada y una beatífica y sempiterna sonrisa.
Parece que el matrimonio lo disuadió de orientalismos hasta que, ahora que ha cumplido cincuenta años, le ha rebrotado el Darshan.
En este tercer piso en el que convivimos, sea cual sea la actividad que ejerza, la desarrolla con la mirada en lo alto y una sonrisa ajena a este mundo. No oculto que esa apariencia me causa cierto pasmo, extensible hasta nuestras relaciones más íntimas ya que en la cama persiste con su mirada clavada en el techo; por no referirme a la ausencia de las antaño caricias en mis noblezas, suplidas por sus brazos alrededor de mi cuello. Ahora, ¡eso sí!, a los suaves quejidos de antes le suceden ahora convulsiones y gritos en el clímax orgiástico.
Os refiero este relato para compartir mi congoja pues, esta mañana, lo he sorprendido en la ventana con la mirada en lo alto, concretamente en otra ventana del piso superior, pronunciando sus morros y la lengua retráctil a la vecina del 4º.
Os refiero este relato para compartir mi congoja pues, esta mañana, lo he sorprendido en la ventana con la mirada en lo alto, concretamente en otra ventana del piso superior, pronunciando sus morros y la lengua retráctil a la vecina del 4º.
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