La afluencia de la gente para las dimensiones
de la sala de exposición de obras pictóricas es reducida. Del rectángulo que
conforma las paredes cuelgan cuadros de carácter monotemático. Paisajes
otoñales se tiñen en contadas ocasiones con la policromía y luz de la
exuberancia estival. Centenarios puentes que conducen al bucólico sosiego
rural, húmedas alamedas flanqueadas por hileras de hayas, un viejo puerto de aguas
mansas y oscuras permiten intuir el aceptable talento artístico de Basilio, un
hombre de estatura media, calvo sin expresiones emocionales a quien se le
supone en la inauguración de la exposición. No obstante está al tanto de los
que se acercan a la sala y ni siquiera duda en escanciar un vino de
cosechero en lamentables vasos de plástico a visitantes desconocidos.
Una elemental atención a los gestos y
movimientos de la concurrencia permite clasificar a los asistentes en
diferentes tipos: los amantes de la pintura y conocedores de sus técnicas
apenas se mueven. Como si colocados en ángulos simétricos, abarcaran de un vistazo
el estilo siempre igual, que genera diversas formas en los lienzos. El segundo
grupo está formado por curiosos o por quienes no pueden eludir algún
compromiso. Observan el arte con indiferencia, están más atentos a los canapés
de la mesa y hablan mucho con los presentes, pero sin referirse algunas a las
exquisiteces artísticas.
La penúltima clase de asistentes la
conforma los seudos intelectuales, es decir, aquellos que pretenden rellenar
sus carencias imaginativas y técnicas, con fingidas poses de entendidos o
diestros en tales materias. Su compostura les lleva a colocarse frente a los
cuadros con ceño fruncido y expresión interesada, pero les delata el rabillo
del ojo más atento a sí la gente les mira y al significado de esa mirada. Por último están los enamorados, pero de esta especie hablaremos más adelante.
Observo a Basilio. Una chica joven de rostro ovalado
está frente a él. Apenas cruzan unas buenas frases entre sí. La fresca sonrisa
de la muchacha, sin duda una componente más del gremio de artistas, contrasta
con el ademán taciturno del pintor cuyas aviesas y disimuladas miradas a la
concurrencia busca hallar un tono de voz elogioso o alguna especial dedicación
a cualquiera de los lienzos que pudiera traducirse en la inmediata compra de un
cuadro.
Apenas he saludado a Carmina, cuando se me
planta adelante un viejo conocido, muy amigo de mi familia a quien no se me
hubiera ocurrido imaginarle presente en el acto.
Un breve y educado intercambio de palabras
protocolarias, me permite ahuyentar el importuno en cuestión y continuar con la
pintora el recorrido, cuadro a cuadro, a lo largo de la sala.
Carmina con la cabellera recogida en una
coleta y ataviada con pantalones y chaqueta en tonos oscuros, me introdujo con
sus comentarios aleccionadores en el intríngulis de la sabiduría artística.
-¡Salvador! mira ese
precioso contraste de luces... ¡Qué logrado está el reflejo de los árboles en
el suelo empapado por la lluvia...! Qué perfección cromática en el ocaso del
sol...!
Mi mirada se dirige con inusitada rapidez de los
cuadros a su rostro y de su figura a los lienzos. Me gusta el arte en
cualquiera de sus expresiones, pero me agrada más la compañía de esta mujer. Su
cara de piel brillante me regala una sonrisa juraría que si intuición femenina
está leyendo mis pensamientos hasta con lectura deletreada. Intento esforzarme
por apartar de mi mente cualquier idea que no me relacione con la pintura. No
puedo. Me resulta imposible. La contemplo una vez más y la encuentro arte en
estado puro. La belleza de un cuadro, arte relativo, se capta por medio de las
fibras de muestra personalidad sensible, pero para el amor que transforma a la
persona querida en la quintaesencia del más bello colorido y de los
trazos más perfectos es necesario algo más. Es menester la locura, el
alejamiento de la realidad y fantasía, entre ficción y verdad. Sólo así somos
capaces de sumergirnos en lo más divino. Que se le ha permitido experimentar al
ser humano, el amor ciego y total, Es evidente que pertenezco a la categoría de
los que se acercan a la sala de exposiciones motivado por el enamoramiento. El
arte es Carmina, los lienzos simples emanaciones suyas.
Poco a poco, los sonidos ambientales, los
comentarios de la gente, las entradas y salidas de las personas, las luces, se
transforman en algo lejano, extraño, que percibo vagamente en una confusa
conciencia marginal. Sólo me importa ella, sólo me interesa Carmina. Mi atención
se reduce a un cono de luz de las representaciones circenses a su pura
presencia y a la variada gama de sensaciones que experimento en su compañía.
Siento que la pasión crepita en mi encendido corazón. Rozo su costado con dedos
trémulos.
-¿Qué te parece este cuadro, Salvador?
Interrumpe la pintora mi emotivo ensueño.
-¡ah!¡Eh!, Muy bonito, muy bonito- apenas he acertado a balbucear.
Contemplo su rostro, admiro la figura de esa mujer donde ya todo es silencio a
pesar del ruido, donde a pesar de las luces no hay más claridad que su sonrisa,
donde en medio de la gente permanezco a solas con ella.
Capítulo suelto que no he metido en la novela Arrugas en la sábanas.
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