lunes, 27 de junio de 2022

ARRUGAS EN LA SABANA " Carmina se va de puente " I entrega del 14º Cp,

                Carmina se  va de puente sola

 San  Vicente de la  Barquera (Cantabria)
                                                                
Carmina en el puente de la Constitución quiso viajar sola a Cantabria para descansar y reflexionar. De paso hacer fotos y bocetos de lugares que ya conocía y que le gustaba mucho.
Después de viajar durante dos horas, Carmina se desvió por la carretera de la costa para disfrutar del paisaje que había recorrido en muchas vacaciones de verano con su familia. Cruzó el puente de la Maza, llegó a San Vicente de la Barquera sobre las cuatro y media de la tarde. La luz del sol se reflejaba en el agua del mar y la arena de la playa contrastaba con los árboles que se erguían con sus cúpulas alrededor del paseo, los colores ocres y rojizos del otoño, formaban un paisaje espectacular. Carmina atravesó el centro del pueblo en dirección al puerto, pasó por el barrio de La Pesquera y tomó la carretera en dirección al faro. Se desvió a la izquierda y subió hacia el barrio de Boria. Al llegar al indicador del lugar preguntó a un hombre que caminaba con un azadón en el hombro.

— ¿Dónde puedo encontrar esta dirección, por favor?

— Un poco más adelante encontrará una casa y después a la izquierda otra. ¡Esa es! Pregunte Ud. allí.

Al llegar a la casa vio a una anciana que estaba trabajando en la huerta. Se bajó del coche. Los rayos del sol le reflejaban en los ojos y se puso unas gafas oscuras para no deslumbrarse. Preguntó a la anciana:

— ¡Buenas tardes señora! ¿En esta casa se alquilan habitaciones?

— Si, entre en la casa, mi hija la recibirá -Le señaló el edificio con una mano-

Detrás del portón, se oyó de repente un furioso ladrido. Una mujer de la edad de Carmina salió corriendo detrás del perro.

— ¡A callar! Que el diablo te lleve- le dijo al enfurecido can que seguía ladrando con ojos saltones y el pelo erizado. El perro era un foxterrier que no paraba de ladrar-

— ¡Cállate, Chiki! -Le gritó cogiéndole por el collar-

— No tenga miedo, no hace nada a nadie, sólo se comporta así cuando alguien le es desconocido. ¿Es Ud. Carmina que me llamó por teléfono para que le alquile la habitación?

— ¡Si, soy yo! ¿Podría ver la habitación?

— Sí, ¡cómo no! Pase Ud. tenemos habitaciones libres en esta época, ya que los inquilinos a quien alquilamos vienen sobre todo en el verano, en Semana Santa y en Navidad.

La entrada de la casa y el patio estaban muy cuidados. A uno y otro lado los arietes floridos estaban llenos de flores lilas, azules y rosadas. El color rojo de los ladrillos del suelo contrastaba con el muro de piedra que rodeaba la casa adornado por un emparrado de hiedra con los colores rojizos otoñales.

En un rincón del patio una vieja higuera dejaba colgar sus ramas hacia fuera. El patio estaba lleno de sonoros ruidos de pajaritos. Por encima del tejado pasaba una manada de palomas, rasgando el aire con aletazos enérgicos. En esta época del otoño las aves venían del norte de Europa buscando temperaturas más cálidas.
La anciana que estaba trabajando en el huerto se acercó con el delantal recogido en la cintura. Llevaba unas cebollas en las manos.

— ¡Bienvenida! -le extendió la mano que tenía libre, a Carmina, se dio cuenta que la tenía demasiado sucia y la retiró. Se excusó -Mi mano está hecha una gleba, como vengo de trabajar en el huerto -Se soltó el delantal y se limpió-


Entraron en la vivienda. La mujer descolgó de un gancho un manojo de llaves y subieron las escaleras al piso de arriba. Abrió la puerta de una habitación y se la enseñó. La alcoba era amplia, amueblada con sencillez con un coqueto armario, una cama de matrimonio con mesillas a los lados. Sobre la cama un cuadro antiguo representando una escena de una cacería. Enfrente una mesa y una silla, una jofaina antigua en un rincón. La ventana vestida con cortinas blancas y bajo ella un sillón orejero. El suelo era de madera de roble. El cuarto sin una mácula de polvo. Todo tenía un aire de reconfortante limpieza.


— Si quiere le enseño alguna otra habitación pero ésta está orientada al sur y en este tiempo entra más el sol.

— No, no hace falta, me gusta, parece tranquila.

Al salir le enseñó una habitación contigua una salita pequeña con un televisor.

— Esta salita la puede utilizar para ver la Tv. Y si quiere compañía, nosotras estamos en la planta baja.

— ¿El precio es el acordado por teléfono?


— Si, el mismo, en verano cobramos un poco más, por la temporada alta.


— Me gusta la casa y el lugar, me quedaré unos días.

Carmina fue al coche a coger la maleta. Se asomó al patio y desde el emparrado muro echó un vistazo. El panorama era sorprendente. Se divisaba todo el pueblo de San Vicente, al  fondo las playas de Oyambre, la ría bajo el puente de la Maza y el pueblo marítimo y a lo alto Puebla vieja con su castillo y sus murallas, coronados en la lejanía por las montañas de los picos de Europa, ya nevados en la cima formando una agradable vista.


En el patio reinaba una alegre algarabía, producto del gorjeo de una bandada de gorriones, acogiéndose a la caída de la tarde en la frondosa higuera. Entró en la casa y después de colocar toda su ropa en el armario, sacó de la bolsa un bocadillo que había preparado para el camino. Lo cogió y fue a la salita a comerlo mientras veía la Tv. Sobre una mesita había un libreto turístico de la zona y lo ojeó, mientras comía el bocadillo. El cansancio hizo mella en Carmina. Cerró los ojos para dejarse arrullar por las voces de la tele, convencida sin proponerlo, de que la huida hacía el sueño le traería solaz. Pensó en Salvador, qué estaría haciendo en esos momentos.


La habitación se estaba quedando en penumbra, sin más luz que la de la pantalla de la Tv. que seguía impertérrita lanzando destellos y sombras sobre la pared. De pronto se encontró que no sabía que hacer. Apagó el aparato. Y se fue a la habitación con el propósito de dormir.
Se metió en la cama, y se puso a leer un libro, pensó que embebida en la historia dejaría de pensar en la suya. El silencio parecía haber tomado su cuerpo.

Sonó en el exterior el ladrido de un perro. Intentó concentrarse en la lectura pero no entendía lo que leía. Apagó la luz y se dispuso a dormir. Las tinieblas de la habitación se poblaban de imágenes dando la sensación que el dormitorio era mayor. Pensó en sus hijos en cómo habían crecido y cómo estaban ya estudiando en la Universidad. Pensó en Joan, inmerso en su trabajo y en su familia. Dio un repaso a los recuerdos de su vida al lado de su marido. Pensó en el daño que le podía estar haciendo, ya que es un excelente padre y compañero. Se abrazó a la almohada y trató de conciliar el sueño. No lo consiguió y volvió a leer el libro que trataba sobre el amor y se preguntaba:

—¿Crees que el amor radica en el corazón?

—¡No! El corazón es demasiado pequeño para albergar todo el amor.


Se levantó al baño y se asomó a la ventana la cerró para que no entrara el frío. Aquella noche durmió poco y con el corazón apesadumbrado. Sentía un vacío infinito. Pensó en Salvador que a través del estruendo del viento y de las olas oía su voz. El periodista estaba lejos de ella y quizá ese viaje le serviría para reconciliarse con su esposa. Concentró sus pensamientos en una frase que había leído en el libro sobre el amor y la pasión: “El amor se extiende por el cuerpo como una calentura. La pasión te hace arder y la sientes desencadenarse en ti. En todo lo que existe debajo de la piel. El amor es apasionado, invade de repente todo tu cuerpo y toda tu alma. Con él emerge todo cuanto hay, desde lo más superficial a lo más recóndito e íntimo” Se quedó dormida.

   Paja para los pastos de las vacas.

Se despertó con un sonido que venía desde el patio trasero, el mugido de una vaca, que llenaba el espacio con una sonoridad profunda. De ambos lados de la finca se oían los ladridos lejanos de los perros.
Confusa, se acordó que se encontraba en el medio del campo, en una casa rural. Que había viajado el día anterior para sacar fotografías del otoño y centrarse en su trabajo para la colección de cuadros que había comenzado a realizar desde el verano.


Los nubarrones que se acumulaban, apesadumbrados pensamientos, en su cabeza sin la respuesta adecuada, le habían hecho olvidar a lo que venido a hacer en este viaje. Al despejarse, sintió como si todos aquellos pensamientos se hubiesen evaporado de su alma.


Miró el reloj, eran las once de la mañana, se levantó. Miró por la ventana, unas vacas pastaban en el campo. Al contrario del día anterior, éste predecía un día nublado, oscuro y la niebla cubría todo el horizonte. Se vistió un chándal y se abrigó con una chamarra. Salió de la casa y cogió un camino que le llevaba al barrio de Boria. Entre las oscuras copas de los árboles que la bordeaban se veía el mar. En el horizonte empezaban a asomarse unas nubes de color violeta que amenazaban lluvia. La brisa otoñal era muy fría y Carmina se estremeció. Las casa cubiertas a medias por la niebla se distanciaban unas de otras mientras confiaban a su paso la intimidad de cada familia a través de las ventanas aún con las luces encendidas.


El tañido de las campanas de la iglesia de San Vicente hacía volar sobre los tejados una bandada de jilgueros. Comenzaba a caer una finísima lluvia. A Carmina le parecía que el tiempo se había detenido, era tanta la paz y el sosiego que sentía al caminar por la calle desierta del barrio. De una casa salía un olor dulzón que flotaba en el aire. Miró y advirtió que era una especie de cantina, panadería y pastelería. Entró.
Las baldas estaban repletas de pan y en el mostrador bandejas con pasteles hechos con miel y chocolate. Pidió un pastel y un café. Se sentó a desayunar tranquilamente. Cuando salió estaba lloviendo y en el suelo mojado brillaba como un espejo en el que se reflejaba la torre de la iglesia. Fue hasta una plazoleta donde una fuente dejaba caer sus chorros de aguas cantarinas. Sacó del bolsillo la cámara y sacó unas fotografías a la iglesia, a la plaza y a la fuente.


Ya de vuelta, entró otra vez en la panadería y compró una bandeja de pasteles variados para llevar. Tomó la carretera en sentido contrario y regresó a la casa. A sus espaldas el viento espaciaba el sonido de las campanas de la iglesia dando la una y media del mediodía. Miró con fijeza al cielo. Había dejado de llover y se abrían unas claros en el cielo.


Al llegar a la casa, las ventanas estaban abiertas. Desde una, que daba a la planta baja divisó la cabeza de la anciana que estaba apoyada en la ventana y es su regazo acariciaba a un gato de angora precioso. Le daba un tibio sol suave, que se había abierto paso entre las nubes y le daba en la cara y las manos. Carmina saludó a la anciana y le entregó la bandeja de pasteles que traía.

— Tenga, para la merienda, abuela.

— Gracias, eres muy amable, -le dijo agradecida la anciana- Pero, pasa, pasa, hija, ven a calentarte que vendrás muerta de frío.


Carmina entró en la casa y se sentó al lado de la chimenea, estuvo un rato hablando con la mujer sobre la tranquilidad del lugar y lo desierto que estaba el pueblo. Después decidió ir a San Vicente a comer y a pasar la tarde.

Desde lo alto San  Vicente de la barquera  pintado  a acuarela.
                                                     

Paseó por San Vicente bajos los arcos, entre los distintos restaurantes, que se anunciaban con sus menús invitando a entrar en cualquiera. Eligió uno que aparte de ofrecer distintos pescados y mariscos anunciaba comida casera y típica de la zona. Entró y se sentó en una mesa. Pidió el menú casero y plácidamente saboreó la comida.

Cuando salió del restaurante la temperatura era más cálida y templada que la de la mañana. Fue paseando hasta la playa que estaba solitaria. Sólo de vez en cuando se cruzaba con algún deportista haciendo footing. La bajamar le permitía caminar sobre la arena. El mar estaba tranquilo. Tenía un matiz azulado grisáceo que le recordaba el color de los ojos de Salvador. Inmersa en sus pensamientos caminaba tranquila y relajada. 

Comenzó a pensar en Salvador y en ella. Comprendía que ambos tenían otra vida, tenían un trabajo, una casa, una familia. Pensaba en que si se enteraran sus hijos y su marido, cómo les explicaría su situación amorosa, y cómo lo comprendería. Pensaba en sí lo entendería su marido. Llegó a darle miedo aquella locura; pensó que lo mejor era dejarlo antes de que trascendiera a las familias, pero sólo pensarlo se ponía enferma. Sin él ya no sabía vivir. Y seguir la relación era injusto para las familias y sobre todo para la de Salvador conociendo lo que sabía después de la conversación que mantuvo aquel día en su casa con Charo. Sabía que Salvador la quería, pero en lo más profundo de su ser le hervían preguntas razonables para las que no hallaba respuestas.

Hubo un instante en los que la voz de la conciencia le torturaba con insoportables congojas. No obstante cayó al mismo tiempo en el extremo opuesto y se sumergió con deleite enloquecedor en aquel amor. Y tantos fueron los pensamientos y las preguntas que se quedaron enquistados en su mente sin ninguna respuesta. Se daba cuanta que la realidad era otra, siendo realmente felices en las vidas de cada uno.


Pero Carmina no estaba preparada para responder a esas preguntas cuando le revoloteaban las ideas y pensó en no atender a su presencia de Salvador cuando regresara del viaje. Pero por otro lado, todo iba bien entre ellos, se llevaban bien. El placer compartido, el permanecer juntos cuando podían verse a solas en la silenciosa intimidad, dándose las caricias necesarias para aumentar su amor. A ella le bastaba con amarle y quería creer que él también le amaba. Porqué no seguir viéndose como hasta ahora de vez en cuando y simpatizar como unos buenos amigos, dejando de lado la parte amorosa y los encuentros sexuales.

Txalupas en San Vicente de la Barquera pintado al óleo por Mamen Píriz.


















































Continuará...




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