Playa de la Concha en Donosti |
A partir de ahora, la introduje en algunos tópicos a los que respondía sin la sobriedad inicial. Incluso llegamos a interesarnos por asuntos más personales. Para entonces, me había iniciado en el malabarismo perceptivo de escrutarle las piernas, mirándola a la cara.
Con el sol en lo alto, entramos en la estación de Amara. Alcanzamos cierto nivel de intimidad, suficiente para conocer su nombre. Se llamaba Edurne, trabajaba de oficinista en una empresa maderera de Zarautz y viajaba a Donosti con encargos laborales, si bien hoy no tendría que volver a la empresa porque cerraba a las 14:30, debido al horario de verano.
Le he invitado a compartir una ración de calamares en un bar próximo a la estación. Ha declinado la invitación y yo intransigente lo acepto como negativa.
— Es que si no llego antes de la una a lo mejor me encuentro con todo cerrado.
Le insinúo que a la tarde, una vez se haya librado de compromisos, podríamos sentarnos en una cafetería. Una sola palabra ha brotado de su sonrisa.
—Bueno...
A continuación, le propongo que nos encontremos a las cuatro en la calle Ramón Mª Lilli, en la acera del Urumea. Esta vez la respuesta ha abarcado dos palabras.
—Bueno..., si...
Me he adentrado en el paseo de la Concha. Ahí está el monte Urgull, cuna de afrancesamiento donostiarra. Enfrente, admiro la isla de Santa Clara que, cuando era niña, la imaginaba un refugio de piratas. A lo lejos, en el extremo opuesto el monte Urgull, el faro de Igueldo y su parque de atracciones, expendedora de certificados de felicidad en la infancia ya únicamente, a los niños que captan la realidad desde el ángulo mágico les es otorgado ese estado de ánimo. Enfrente, las eréctiles torres del Seminario, incapaces de inseminar una espiritualidad, alejada de las soflamas ensotanadas.
Son las cuatro y veinte cuando el calor apretaba en la calle Ramón Mª Lilli. Hacia las cinco menos veinte me brincó el corazón cuando la vi doblando el puente. No. No era Edurne a pesar de la coleta y la minifalda. Creo recordar que ésta era de un color más tostado. En fin, una ilusión óptica, producto de mi impaciencia. Me asomé al río donde sus aguas oscuras discurrían con indolencia.
Habían sonado las seis cuando opté por desplazarme a la Plaza de Guipuzkoa para observar el comportamiento de los patos y los cisnes viéndolos salpicar en el agua.
Este es el relato completo, lo tuve que reducir y añadir las tres palabras para el concurso.
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